La experiencia de la música achica distancias y permite abrazar las raíces y celebrar la identidad en cualquier punto del globo.
“¿Esto es Madrid?”, pregunta Sandra Mihanovich algo incrédula sobre el escenario, sorprendida por el entusiasmo de espectadores de cuarenta y muchos y sesenta y algo que corean cada estrofa. “¡Sí!”, ruge la Sala Villanos, dedicada a la música en vivo, donde hubo cola desde temprano para escucharla cantar junto a su hermano Vane y una banda de artistas uruguayos y argentinos, en el cierre de los cinco conciertos que dio en España, antes de partir a Francia.
“¿Esto es Madrid?”, pregunta Sandra Mihanovich algo incrédula sobre el escenario, sorprendida por el entusiasmo de espectadores de cuarenta y muchos y sesenta y algo que corean cada estrofa. “¡Sí!”, ruge la Sala Villanos, dedicada a la música en vivo, donde hubo cola desde temprano para escucharla cantar junto a su hermano Vane y una banda de artistas uruguayos y argentinos, en el cierre de los cinco conciertos que dio en España, antes de partir a Francia.
Pero eso será después. Ahora, acá, en el tiempo sin tiempo de las luces bajas, hamacados por una voz potente e íntima que todo lo ahonda, con manos que elevan celulares como encendedores en un estadio e intentan iluminar este estar juntos lejos de casa, vale escoger clásicos y calentarse el corazón. Hay españoles, pero la hinchada argenta es mayoría y Sandra usa incluso una pulsera albiceleste para aterrizar la morrinha.
De “Todo brilla” a “Me contaron que bajo el asfalto”, pasando por “Es la vida que me alcanza” o “Puerto Pollensa” cada canción tendrá artistas invitados, desafinando sin culpa desde la platea. Qué planazo.

Nochecita de vermut y magia: la música puede teletransportarte sin esfuerzo al momento en que escuchaste un tema por primera vez. Flashback y se proyecta la película de quiénes somos. Hace muchos años, tantos que hablamos de otro siglo, me invitaron a escuchar a Sandra Mihanovich en La Casona del Conde de Palermo en Buenos Aires, un sitio sobre la calle Honduras que ya no existe. Esa fue la primera salida que compartimos el señor que está a mi lado ahora, 28 años y dos hijos después. Esta noche suena como aquella en otro mapa, y en medio, la salvaje y preciosa vida.
Lo mejor de la música es que no acaba. El concierto te rockea y reverbera en la piel cuadras y cuadras después de salir. ¿A quién agradecerle el “efecto Cocoon” de la noche, sentirnos tan jóvenes de nuevo, preparados para cualquier aventura que depare el futuro?
A esa voz sin sepia en la que el mundo sigue sonando con sabor a comienzo, claro. Pero quizá también a la experiencia adulta de abrazar las raíces con alegría en cualquier punto del globo y poder cantar “Mil veces lloro”, como conjugando con todo el cuerpo ese temazo de Lerner. Hasta entender en el meridiano de ciertas emociones y sin lastres qué significa de verdad: “Hoy liberé mi alma / cuando supe que ya era tiempo de saber quién era yo”.
Por Raquel Garzón para “Diario Clarín” – 06.10.2025